El Tour se adentra bajo el signo de una seguridad que nadie desea en sus territorios fundacionales más antiguos. La duda no está permitida. El Jumbo se mueve en Aspin, y queda más de media etapa, y quedan el Tourmalet y la subida final.
El terreno inexplorado que abrió la revuelta de Hindley en el Marie Blanque, con su amarillo, Vingegaard con su ataque suavito, Pogacar con su desfallecimiento de 1m 5s, nadie duda se aclarará en la cima de Cambasque, sobre Cauterets y sus balnearios en las laderas de los Pirineos donde Loroño se hizo el sordo hace 70 años cuando le gritaba Cañardo, se coló en un paso a nivel, hizo que Koblet, que le perseguía feroz, acabara cayéndose por un barranco, y ganó contra toda lógica. Wout van Aert ha atacado en el kilómetro cero.
Todo está escrito y los hechos confirmarán las palabras, adelantan los sabios periodistas neerlandeses, la savia filosófica del Jumbo, que analizan rápido y claro, y creen en la lógica de que el día siguiente será continuación natural del anterior, y avisan como avisa la enfermera al herido al que cura sin anestesia: esto va a doler, ¿eh?
Cuando pasan ante la fragua de Sainte Marie de Campan, donde los aficionados se santiguan con fervor, honor a Saint Eugene Christophe, santo de la leyenda y el milagro del Tourmalet, la horquilla soldada a medianoche, Tadej Pogacar debe de estar en mitad de un chiste graciosísimo porque no para de reír mientras habla, le tiene a su derecha, con Jai Hindley, el kid de Perth feliz de amarillo, que asiente educado, pero no dice qué tronch. Le pesa el amarillo.
Les llevan en el pelotón media docena de Jumbos, amarillo y negro, serios, intensos, y sus calcetines de hilo o sintéticos, ligerísimos, bailan un vals, Shostakovich, of course, en las pendientes del padre de los Pirineos, y la batuta la maneja, imberbe, Jonas Vingegaard, que tiene una idea en la cabeza y los rivales a su espalda.
Pogacar se ha hecho amigo de Hindley, le deja pasar primero para que vaya a rueda del danés, porque respeta su maillot amarillo, y después los dos dicen que les espera una buena en el Tourmalet, que les duelen ya las piernas, que los Jumbos tiran muy fuerte, menuda cuadrilla, y que como esto siga así en el Tourmalet ya podemos ir haciendo las maletas.
“Está guay que haya un tipo como Hindley con el que se pueda bromear cuando se sufre. Siempre es bueno decirse palabras agradables”, dice luego Pogacar, que hace magia y se ríe cuando todos lloran, y se le duerme la mano izquierda, la de la muñeca rota, y suelta un poco el manillar y la sacude, y saca su varita unos kilómetros más adelante, descendido el Tourmalet, cuando eso duele de verdad, superada la carnicería Jumbo en La Mongie acelerada del bruto de Van Aert, que corre sin medida, arriba, abajo, egoísta, sin dejar a nadie que le releve.
Allí todo explota. Kelderman le da un último acelerón a su Jonas, que ataca. Hindley se volatiza y su maillot amarillo vuela. Pogacar no se esfuma, de blanco vestido, y sus calcetines blancos son ligeros, como sus pedaladas tan potentes, se queda con el danés. Solo él está.
Delante de ellos, los restos de la escapada y Van Aert esperando para morir pedaleando. Detrás, la nada y Egan Bernal, ganador de Tour también, y a su rueda, Carlos Rodríguez, un amor. “Tengo mucho que aprender de Egan”, dice el kid de Almuñécar, que debuta y ama el Tour y el Tour le devuelve su amor, que el padre Tourmalet bendice, y ya es quinto en la general. “Es muy sencillo y muy humilde”.